Todas y todos hemos
fantaseado con eso alguna vez. Levantarte de la mesa, ir al despacho de tu
jefe, y decirle que no vuelves más. Pero no tantas personas han continuado con
la fantasía. Más allá del portazo, ¿qué hay? Lo habitual, sería una vuelta a la
improductiva tarea de la búsqueda de empleo. Las facturas aprietan, y el
trabajo es la única manera de mantenernos a salvo de esa marea que crece sin
parar y que se llama pobreza. No money,
no lfe, y no work, no money. Eso
parece ser, en última instancia, lo que nos mantiene atados a nuestras sillas
día tras día. El sociólogo David Frayne se empeñó en buscar a aquellas personas
que no sólo habían se habían levantado para ir al despacho del jefe, sino que
se habían marchado dando un portazo y habían decidido que no volverían a
trabajar nunca más. Nunca más.
Una ética para dominarlas
a todas
El rechazo al trabajo
tiene la evidente connotación de rechazar la entrada de una cantidad de dinero,
más o menos constante, con la que sobrevivir y mantenerse a sí mismo y a la
familia. La primera consecuencia de este rechazo, entonces, parece ser
material. Pero nada más lejos de la realidad.
Cuando Frayne se
entrevistaba con todas aquellas personas que, de una forma u otra, lograban
rehuir del trabajo, encontró que un rasgo común a todas ellas era su necesidad
de justificación delante de la persona con quien estaba hablando, y no tanto su
necesidad material. En cierto sentido, se sentían proscritos, necesitados de
una justificación social y moral que acogiera su nuevo estilo de vida. Incluso,
había quienes mentían en determinados contextos para no enfrentarse a la
pregunta de por qué no trabajaba. Y, sin embargo, todas las personas estaban
absolutamente contentas y convencidas de su decisión de no trabajar.
Esta curiosa necesidad de
justificar la decisión que te está generando felicidad viene derivada de la
absoluta prominencia de la ética del trabajo sobre todas las éticas y modos de
vida posibles. La sociedad te dice que debes trabajar, y no hay vuelta de hoja.
La educación, las relaciones sociales e incluso las relaciones familiares se
centran en la consecución de un trabajo. Incluso, en contextos de trabajo
estable, trabajar durante más horas es considerado sinónimo de madurez,
responsabilidad e implicación.
En este contexto,
decidir, defender o explicar que no se quiere trabajar, te aleja del concepto
de persona, de la sociedad que te “ha creado”. La identidad social de una
persona que ha renunciado al trabajo queda anulada. Sólo hay que pensar que
vivimos en una sociedad que tiene un nombre para cada identidad relacionada con
el trabajo. Incluso para aquellas personas que se ven centrifugadas por el
mercado laboral temporal y parcial: trabajadoras precarias. Sin embargo, y a
pesar de que el lenguaje tiende a ocupar todos los rincones de los significados
sociales posibles, todavía no existe un término para quienes han rechazado el
trabajo.
Sobre éste y otros temas, hablaremos en el curso de verano "Desigualdad, pobreza y exclusión social. Análisis de la realidad y propuestas de intervención". Puedes ver el programa del curso aquí |
Trabajos de mierda
Cuando el antropólogo
libertario David Greuber se encontró con un excompañero de instituto en el
aeropuerto, la primera pregunta más allá de los saludos protocolarios era
evidente: ¿A qué te dedicas? La
respuesta de su viejo amigo dejó a Greuber sin habla. Su amigo consideraba que
se dedicaba a no hacer nada. Formalmente era abogado de empresas, y se dedicaba
a litigar con otros abogados de empresas sobre asuntos relacionados con derecho
de empresas. ¡Era algo que parecía importante! Sin embargo, su excompañero era
consciente de que su trabajo era autoreproducido. Es decir, que sólo tenía
sentido que él fuera abogado de empresas porque había otras empresas que
también tenían abogados. Sus tareas no producían nada. No generaban nada. Sólo
evitaban o causaban trabajo para otros abogados. Era, como luego lo llamó
Greuber en un famoso artículo, un trabajo de mierda.
Algo parecido a la
existencia de los ejércitos. Todos los países quieren tener uno, y el motivo
que se aduce es que los otros países también lo tienen. De esta manera, sólo el
desarme generalizado y global posibilitaría que desaparecieran todos los
ejércitos del planeta. Una tarea más difícil de lo que podemos afrontar. Sin
embargo, no podemos pasar por alto que los países no sólo tienen ejércitos para
luchar contra otros ejércitos, sino que también los tienen para defenderse,
llegado el caso, de sus propios ciudadanos o ciudadanas. Es decir, para el
control social.
Tengo una amiga que,
cuando le preguntas por la utilidad de su trabajo, te responde con una
interesante teoría social. Para ella, el trabajo no debe tener un sentido en sí
mismo (aunque es evidente que ella prefiera que lo tenga), sino que el trabajo
existe para tenernos ocupados. Es un mecanismo de control social, no en el
sentido más evidente del término (que también), sino que, cuando ofrece una
seguridad material vital, permite que las personas vayan tirando con sus vidas
sin ningún contratiempo mayor que el retraso de la RENFE.
Lo que en realidad dice
Frayne, es que lo que provoca la cultura del trabajo en la que vivimos es la
anulación de nuestra capacidad para ser conscientes de a cuántas otras cosas
podríamos dedicar el tiempo que pasamos laborando. Es decir, en cuántas otras
cosas podríamos trabajar si no viviéramos imbuidos en la cultura del trabajo
asalariado.
Las personas que
entrevista Frayne son personas completamente activas. Escriben, pasean, cuidan
de otros o de sí mismos, crean grupos de apoyo y se relacionan de una manera
pausada con el mundo y con las personas que les rodean. Incluso, en muchas de
las ocasiones tienen un compromiso de vida fuera de la ideología del consumo.
Ya trabajas tú por mí
Y todo esto me devuelve a
los 26 años cuando, recién mudado a Bilbao, presencié una escena en el casco
viejo que no olvidaré. Un chaval más joven que yo, tocaba la flauta en mitad de
la calle y pedía dinero a los transeúntes. Pasó por su lado un hombre mayor, de
unos 50 años, que le espetó a gritos “¡Ponte
a trabajar!”. A lo que el chaval contestó amablemente “Ya trabajas tú por mí”.
Esta respuesta podría
haber sido entendida como un acto de gorronería: trabaja tú y dame el dinero
que produzcas. Sin embargo, tras esa expresión sencilla se esconden algunas de
las reflexiones más interesantes sobre el trabajo asalariado.
Tener una jornada de 40
horas semanales es trabajar por otras personas. Ya que podrías trabajar menos
horas y así otra persona trabajaría las mismas que tú. Esta aparentemente
sencilla idea, la de repartir el trabajo entre todas las personas, es parte,
dice Frayne, de un viejo programa político que las izquierdas han olvidado y enterrado
en el desván de la Historia.
Nuestro sistema político
y económico está cimentado sobre la gran victoria de la obligación del trabajo,
algo que hace varios siglos no pasaba. Y esta condena fue combatida durante
años por las fuerzas de representación de las personas trabajadoras. Las 8
horas diarias fueron el principal logro de estas luchas. De esta manera,
incluso Keynes calculaba que a principio del siglo XXI ya no se trabajarían más
de 20 horas semanales. Sin embargo, en algún punto de la segunda mitad del
siglo XX, decidimos olvidarnos de la necesidad de reducir la jornada laboral,
de combatir el trabajo asalariado. Y es esta renuncia, dice Frayne, el
principal escollo para poder provocar una política transformadora en nuestras
sociedades. Recuperar la vieja reivindicación de la reducción de la jornada
laboral, luchar contra la omnipresencia de la ética del trabajo, favorecer los
espacios de holgazanería, donde poder ser creativos o donde simplemente poder
ser, es un mecanismo revolucionario del cual deberíamos poder partir.
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