Dos años no son nada. En
casa tenemos un pequeñajo que aún no ha llegado a ese cumpleaños. Nació en
Enero de 2014, pero ya anda por el mundo como si fuera suyo de toda la vida. Frecuentemente
entra en cualquier tienda que tenga la puerta abierta y comienza a repartir,
entre los desconocidos, cientos de abrazos a diestro y siniestro, como si hiciera
mucho tiempo que no se hubieran visto. Toda una vida. La habitación se llena de
alegría cuando eso pasa. Es un aire fresco, sincero y renovador, que calla las
discusiones, acaba con las malas miradas y genera un bienestar y un ánimo
ilusionante. Más por el futuro que tiene por delante esa vida que te abraza tan
intensamente, que por el pasado y el presente que nos acoge. Es como el Podemos
de hace un año.
Porque hasta hace poco,
Podemos vivía en su mejor momento. Sí, la prensa y los miembros del establishment le golpeaban un día detrás
de otro. Pero todo aquello malo que se decía de él, le terminaba haciendo más
grande. Y era así porque parecía que era el proyecto político que necesitaba la
gente para salir de esta terapia del shock
a la que los sucesivos gobiernos del PP y del PSOE habían sometido al Estado
por instrucciones de la Comisión Europea.
Frente al gobierno
oligárquico que nos domina, Podemos se presentaba como un partido de base
asamblearia, de reciente creación y, por tanto, con todas las puertas y
ventanas abiertas a la participación de quienes pasaran por allí. Contaba con
grupos organizados desde hace años, como Izquierda Anticapitalista (IA) –que
fue quien impulsó al grupo de Iglesias con la voluntad de ampliar la base de
participación-, y también con exmilitantes y excolaboradores de diferentes
sectores de Izquierda Unida (IU). En un principio pareció una OPA hacia IU de
la Comunidad de Madrid, pero pronto se vio que había hueco para una fuerza como
ella. No es que la gente les tuviera simpatía por quiénes eran –aún no eran
conocidos por nadie- sino que muchos y muchas les identificaron con el 15M, y
eso les hizo receptores de todas las simpatías que había despertado ese
movimiento.
Podemos, con todos los
focos sobre sí mismo, fue capaz de poner sobre la mesa determinados debates
urgentes. Como la necesidad de una renta básica universal, la conversión de
esta democracia parlamentaria en una más participativa, la lucha contra la
corrupción y el constante amiguismo entre élite empresarial y élite política.
Era el programa del 15M, y era el programa que la inmensa mayoría de ciudadanos
estaba esperando: que se garantizara un Estado de Bienestar a la inmensa
mayoría de la población que no puede pagarlo todo de su bolsillo. Un Estado
Social de Bienestar. Había conseguido hacer aquello que dijo Quim Arrufat sobre
la entrada de la CUP en el Parlament: venir para agobiar a la derecha y para
estresar a la izquierda. Y lo hacía con una organización horizontal, basada en
las luchas locales, las cuales vertebraban su discurso nacional.
El PSOE veía cómo el
debate central de la izquierda se quedaba muy lejos de lo que estaba dispuesto
a llegar con su programa de contra-contrareformas (sic). IU se veía sobrepasada
por la voluntad de participación de gente que, en gran parte, habían sido sus
votantes. Y el PP comenzaba a pensar que de tanto llevar el debate a la
izquierda, sus costuras de extrema derecha quedarían más al descubierto.
Podemos podía ganar unas elecciones, y la demoscopia así lo alertaba. Había
logrado cambiar el ciclo político: del shock en el que nos encontrábamos desde
2010, a la ilusión por contraatacar y cambiarlo todo.
Pero en estas vino el
debate del Scatergoris. ¿De quién era el juguete? Desde el principio había
habido una tensión entre el liderazgo inquisidor del grupo de Somosaguas, y el
resto de la organización. Durante la campaña a las europeas, las bases
obligaron a cambiar determinados discursos –desde el somos patriotas de Monedero, que desapareció en el último mitin,
hasta la aceptación del derecho de autodeterminación de los pueblos del Estado,
forzado reconocimiento gracias a IA, pasando por el rechazo a incorporar al
proyecto de manera formal a Jorge Verestrynge, colaborador de Iglesias. Las
tensiones internas se fueron capeando hasta la definitiva composición del movimiento en partido.
En la asamblea de Vistalegre
se enfrentaron dos modelos de organización: el abierto, que había dominado
hasta ahora, de base asamblearia y estructurado de abajo a arriba; y el
cerrado, propuesto por el grupo de Somosaguas, quienes lideraron la candidatura
al Parlamento. Iglesias, Errejón, Monedero, Bescansa, Jeréz y otros más,
obligaron a los militantes a elegir entre asamblearismo o liderazgo
personalista, sabiendo que la cultura democrática de este país siempre pide
quien le mande. Y ganaron, claro. Por goleada.
Desde entonces, no es
casual, Podemos ha dejado de parecer opción de gobierno para parecer un partido
pactista. En un último gran error, la dirección del partido planteó, frente a
los ataques mediáticos, la celebración de una gran manifestación a su favor. En
un país donde las mareas y demás protestas sociales habían tomado la calle de
manera descentralizada durante tres años, Podemos dio un golpe en la mesa
alegando lo mismo que Fraga en su día: que la calle era suya. El éxito de la
manifestación –arrollador- supuso el principio del fin para el proyecto
ganador. Y ahora lo sabemos.
Porque, empeñados en
seguir a la demoscopia, la dirección del partido se olvidó de las luchas
locales para centrarse en lo que los caladeros de votos les parecían decir con
insistencia. A veces las personas inteligentes cometen el error de pensar que
la realidad se amoldará a sus descubrimientos.
Un 2015 plagado de minas
electorales que, en realidad, han constatado que Podemos no es capaz de ganar
nada por sí mismo, como presumían desde el grupo de Somosaguas. Andalucía fue
el primer ejemplo, pero es que en la formación de las candidaturas municipales
se volvió a demostrar que, cuando se abrían a la participación, la gente elegía
a candidatos independientes antes que a candidatos orgánicos. Podemos aún podía
ser un vehículo para el cambio, pero ni el único ni en solitario.
Cero victorias
electorales y varias candidaturas municipales que reventaron el partido
después, el resultado es un Podemos que ya no depende de sí mismo para poder
ser opción de gobierno… ni siquiera para ser opción de pacto de gobierno en una
alianza con el PSOE. Y sólo la irrupción del municipalismo en común, como el de Barcelona, Santiago, Coruña o Zaragoza, podría
volver a darle vida a un proyecto que, en mi opinión, se basa demasiado en la
demoscopia y el liderazgo personalista. Algo muy vieja política para los nuevos tiempos de luchas locales y de base que
corren. Por muy listos que sean en Somosaguas.
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