Foto de Andrés Palomino |
Yo iba
para periodista, pero no me dio la nota. Ausente y un poco confundido –lo justo,
para tener 18 años- quise preguntarte hacía dónde ir tirando y tú, con mucho
acierto –ahora lo veo, con los años-, me presentaste la Ciencia Política. “Muchos
de mis mejores compañeros han hecho políticas”. Y aquí estamos.
“Uno no
se muere como quiere, sino como muere”. Sé que es un tópico, pero fuiste tú
quien lo pronunció delante de mí, y por tanto la frase siempre quedará escrita
en mi memoria con tu voz ronca. Seguro que no hubieras elegido ahora, porque
tenías muchas cuentas aún por ajustar. Pero te (nos) ha tocado ahora, y hay que joderse.
Mis
padres eligieron como padrino de bautismo a un ateo como tú. Pero seguro que no
pensaron que, en realidad, me regalaban un hermano mayor. Precisamente a mí,
que he sido hijo único. Cuando era niño tu figura era un poco como el Guadiana.
Alternabas presencias y ausencias, propias de ti, y quizás por eso las
presencias eran aún más celebradas entre los primos. Siendo yo el más pequeño,
tú fuiste mi primera batalla ganada: además de nuestro tío, tú eras padrino
mío. Punto para el enano gafotas de la familia, que se situaba tras Bárbara,
pero a una distancia inalcanzable para Santiago, Itziar o Gonzalo. Creo que
nunca te he reivindicado tanto como en aquellas batallas infantiles.
Pero
fue en el 92, en aquel verano del que pretendías huir, que terminamos escondidos juntos en Segovia los cuatro: Maqui,
Chari, tú y yo. Ese verano que todos relacionan en sus memorias con los Juegos
Olímpicos, en realidad para mí ha quedado como el verano de Segovia. Aquel verano
me incorporaste a tu vida diaria, y como al parecer ese enano de 12 años, ya no
tan gafotas, aguantaba el tipo y tenía un gusto por discutir tan parecido al
tuyo, terminamos haciendo una pareja invencible en partidas de mus hasta la
madrugada, saliendo de la crepería con la persiana bajada, caminando de vuelta
por la Alameda mientras me explicabas la historia de la ciudad. Un verano en el
que comimos tortilla cuadrada, robamos gusanos al vecino -¿alguien, en la
Historia de los delitos, ha robado alguna vez gusanos?- con los que pescamos
unos pececillos del Eresma que nos cocinó Chari (“no me llames ‘tía’ que parece
que no lo dices en serio”) mientras asustábamos a Maqui (“yo también soy tu ‘tía’,
coñe”) con un ratoncillo de campo en la despensa. Hubiera sido la mejor novela
de iniciación que podías haber escrito. Y en lugar de escribirla me la
regalaste a mí.
Pasamos
juntos otros veranos más, allá en Segovia. Hoy todos te recuerdan como parte de
Malasaña, pero para mí siempre serás Segovia. Aquí había una tranquilidad
intermitente con la que se podía disfrutar de ti. La puerta de casa siempre
abierta, para que entrara algún amigo inesperado con algo en su maleta con lo
que discutir, fuera Rock n’Roll o fuera algo menos importante.
De
tanto discutir me dedicaste un libro tuyo de poemas llamándome “heredero de
esta cosas”. Pero “esas cosas” no era el escribir, que de esto tenemos una
plumilla excelente en la familia. Las “cosas” eran en realidad las ganas de
combatir a quienes luchan por dominar a otros, por ganar más a base de la
miseria que nos domina.
Durante
años estuve probando cualquier nueva idea o proyecto contigo. Plantearte una
idea era darse de bruces con tu ironía y experiencia. Pero ayudabas a enderezar
las que debían realizarse.
Muchas
cosas, muchas ideas, se nos han quedado en el tintero. Muchos libros por
comentar –no te pude explicar que sigo leyendo a Pynchon; no me explicaste que
Jim Dodge, además de divertido, sabía escribir tan bien. Tampoco pude probar
contigo mis últimas ocurrencias, alguna incluso de las grandes, de las que dan para discutir en sobremesas eternas. Y no será porque no he pasado ratos para mis adentros intentando adelantarme
a lo que me dirías de ellas. Aunque jamás he logrado pensar respuestas tan
llenas de ternura y de justicia como las que me hubieras dado.
El
mundo es un lugar peor ahora que ya no contamos con tus comentarios afilados, ni
con tu intelectualidad desbordante y humilde, ni con tus onomatopeyas. Ahora que nos sobra orujo caseor de café en el congelador de casa y que nos falta tu risa nasal y ronca que acompañaba inagotables anécdotas e historietas. Ahora
que ya no hay padrinos ateos a los que querer tanto.
No sé a
dónde vamos después de esto, o si vamos si quiera a alguna parte. Sólo sé que,
vayamos donde vayamos, a mí que me guarden sitio contigo en el vagón de
fumadores.
Hasta luego,
chato.
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